viernes, 6 de junio de 2014

Venta Las Cuevas



  La sibila de Noctiluca me abrió la puerta de entrada a las cuevas de María moco. Golpeé la señal convenida en la piedra de acceso por los fosos de Puerta Tierra. Me aseguré de que no había perros retozantes, ni viajeros descendiendo la rampa en la muralla en dirección a la estación. Me deslicé sin ser visto, y tras de mí volvió a cerrarse el pedrusco.






  La oscuridad la mitigaban unas tenues candelas a lo largo de los kilómetros de túneles. La sibila las había encendido con un gesto entre soberano y abúlico. Andaba en paro desde que Argantonio la agravió consultando a la sibila de Colobona (no había olvidado sellar en el SAE en 2 mil años) y pensó que yo vendría a consultarle algún sueño de dos toros, dos caballos o dos tritones alados enfrentados entre sí, que resolvería con libaciones alucinógenas y perfumes embriagadores, trasponiéndose hasta la extenuación. Me hubiera gustado contentarla, y haberle regalado, en agradecimiento, un puñal sacrificial de bronce y plata, una diadema de gemas y un collar de los tres astros: Sol, Luna y lucero del alba. La premié, sencillamente, con un disco de Junco comprado en el baratillo (A mi manera, precio: 0,5 €), por haberme descorrido la piedra, y la insté a que siguiera con sus plegarias, ofrendas, libaciones y esnifadas en la gruta destinada a Astarté. Obvié preguntarle por sus cuatro hijos (el mayor de 8 años, la menor de tres meses), encomendados a la abuela que vive en Barbate, ni si se había desintoxicado del óxido nitroso (gas de la risa) en el CPD de Tarifa.




  Quería explorar por mí mismo el entramado de túneles y galerías, pero, sobre todo, inspeccionar el museo subterráneo de rarezas, dispersas por unos u otros recovecos. En efecto, en unos amarillentos y desportillados legajos en el Archivo Histórico Municipal hallé indicios claros de su existencia, equivalente en importancia al museo subterráneo de Historia Natural en Noé, a unos pocos kilómetros de Puebla, en México DF.



  Para facilitarme el desplazamiento, sobre todo por aquellos tramos donde habría de ir casi tumbado, maniobré el regulador gravitatorio, a fin de rebajar la intensidad, y poder suspenderme en el espacio. La gravedad, ya sabemos, es una tremenda mentira, por su carácter circunstancial y autóctono. Jean-Víctor Poncelet, encerrado en la prisión rusa de Saratoff durante año y medio, no solo meditó sobre las sombras de las figuras geométricas y la correlación recta-punto en la geometría proyectiva plana sino sobre la inversión de la mentira gravitatoria en las cuevas, donde queda uno sandwicheado por sendas masas atractoras y opuestas.



  Pasé de largo el rótulo de una oquedad que decía: Bienvenido a la extracción del viento. Estimé peligroso adentrarme en ella sin ataviarme la escafandra de Emilio Herrera Linares. Más adelante, en otra sección húmeda y brumosa, con el rótulo: Rapsodia de una noche de viento, había unos faroles de TS Eliot, que mascullaban frases de advertencia (Observa a esa mujer que vacila hacia ti…; Observa al gato que se aplana en el arroyo…; Observa la luna, guiña un débil ojo…). La función de los faroles no era, pues, alumbrar, sino advertir. De todas formas me bastaban, para ver, las candelas y la luz halógena de mi bicicleta (miniaturizada en un colgante de porcelana por un artesano mexicano). Los faroles parecían adlateres de la sibila de Noctiluca, a pesar de que ya distaran de la gruta-santuario donde ella recitaba y se mortificaba para adivinar el porvenir. Algunos de ellos sobreactuaban, lo cual inspiraba desconfianza.





  Había extraviado el libro de Lao Tsé: Tao Te King (El libro del origen de todas las cosas), al sacar de mi mochila el cuenta kilómetros y la brújula. No retrocedí para recuperarlo pues desconocía el origen del propio libro en mis manos (¿expurgo bibliotecario?, ¿regalo amativo?, ¿donación al Centro Underground?, ¿libro suelto en los bancos del río Henares o en una mesa del Royalty?). El origen de todas las cosas es también su depósito de retorno cuando prescriben por, fundamentalmente, pudrición (más o menos como las casas-cosas de East Coker: En mi comienzo está mi fin. En sucesión / se levantan y caen las cosas, se desmoronan...).



  Me detuve a contemplar la pierna momificada de Blas de Lezo, expuesta en una vitrina, así como algunos modelos de las patas de palo que usó. Las diferencias estaban en el mecanismo de fijación al muñón y en el material de la contera para no resbalar. Las ortopedias de entonces eran rudimentarias, así como las técnicas de amputación, que, por el aspecto del aserrucho, debieron obviar la incisión en boca de pez, hemostasia y cierre por planos.




  Había una colección bastante interesante de falos momificados de castrattis, técnica de mutilación a favor del contratenorismo, actualmente inútil y brutal, como ha demostrado Filippo Mineccia, que canta con voz de pito y exhibe media barba.


  Había una barrita aromática quemándose, para contrarrestar el mal olor, a base de extractos de rosas marchitas procedentes de la tumba de Marilym, colocadas allí por el bateador Joe DiMaggio.



  En un reloj de pared antiguo observé que estaban a punto de dar las once. Me sentí apremiado a la par que reaccioné tranquilizándome, pues la alteración gravitatoria habría influido en la ralentización de las agujas, según las conclusiones de la relatividad general. O quizás se hubiera parado de un susto, o tuviera miedo, por alguna razón, implícita en su mecanismo, a dar las once, o se hubiera frenado para dar cabida a una clase de tango. De todas formas, decidí no entretenerme y pasar de largo los legajos que se salvaron al cañoneo naval anglo-holandés del 1596, aún no descubiertos por el historiador Manuel Bustos, imprescindibles para poder escribir un libro sobre una etapa local indocumentada.




  Habría avanzado varias decenas de kilómetros por las cuevas de María moco cuando de repente escuché un estrépito alado como de avispero furibundo e histérico. La proximidad se fue estrechando hasta que me percaté de que eran miles y miles de murciélagos espantados. La razón de su espanto pudiera ser porque se hubiera colado en las cuevas un elefante del Circo Mundial o bien una inesperado batallón de turistas, desembarcados por algún crucero. Yo hube de levitar y buscar precipitadamente una salida.




  Por fortuna no emergí de las cuevas por la casa del terror instalada en la feria del Puerto, ya que había al acecho una cajera de la sibila de Noctiluca (también con turnos partidos en el Mercadona), dispuesta a martillear la caja registradora original del Royalty, no la traída de Nueva York (lo revelan los signos de $), y a cobrarme despiadadamente la visita. Es verdad que en el ticket habría desglosado todas las menudencias de mi consumo y gasto visual como en las tiendas de los chinos, a los que no se les escapa un detalle, lo cual siempre es de agradecer.




  A punto de envolverme la nube negra mortífera y chillona de los murciélagos escapé por la Venta de las Cuevas.



  Aliviado no solo por la luz y la restitución de la gravedad, sino por la verificación de que los murciélagos no iban a por mí, pasando de largo, me decidí a seguirlos y ver qué era aquello que generaba tan alto poder de convocatoria como para arrancarlos de su solaz en las galerías del subsuelo. Esta vez hube de pedalear con ahínco. Y qué falsa, una vez más, se me antojó la gravedad: la mentira más real, resultado de una meticulosa planificación. El planificador se las arregló durante mucho tiempo para que la tuviéramos por norma universal, y, aun a sabiendas de que ya no lo es, seguimos aherrojados a ella, con pocas posibilidades de despegárnosla.




  Cuando alcancé con mi pedalear tenaz y relajado a los murciélagos, estaban agrupados y quietecitos en una explanada. Desde la distancia columbré que sus morros eran clones de los morros de las personas, habiéndolos con más o menos morro.



  No me costó comprender el motivo de aquella concentración. En el Circuito Máximo entrenaba el más grande murciélago-auriga de todos los tiempos: Ignatius Killer, y todos aguardaban turno para medirse con él, pese a sus cuadrigas de solo 200 caballos o más. Yo giré la mía unihorse, y me alejé de allí, antes de que nadie descubriera que en mis tiempos mozos le había vencido a una carrera de chapas.






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