jueves, 21 de noviembre de 2013

Venta El Tibet


  Todos los pájaros que se posan en este árbol se convierten en oro. Es el árbol de oro de Fadricas, cuya llave para espiarlo la posee Fuks, que hasta aquí le han traído las averiguaciones sobre el gorrión ahorcado en Zakopane, ciudad polaca al pie de los montes Tatras, en la cordillera de los Cárpatos. Todavía desconoce que la Norma dice, según Mako Saguru, que cada cien días se sortee el gorrión que haya de ser asesinado.
  En el árbol de oro también se posó Buda, que huele a melocotón almidonado y medita al sur de la grasa de los buques de la Carraca, ensordecido del oído derecho por un televisor con dolor de cervicales por andar encorvado para no golpearse con el techo. Le van a probar un sonotone de Gaes, antes de que acabe como un cristo de Costus.




  Existe la teoría de que Buda no viniera levitando hasta aterrizar en el árbol de oro sino en canoa que aparcó en el club Náutico Puerta de Hierro. Navegó por el torrente de un modelo dinámico caótico de flujo del acero fundido de una estructura de quinientos pisos, a causa, inexplicablemente, del exiguo poder calorífico del queroseno. Y de ella, de la canoa, saltó al légamo de la orilla para encaramarse a la rama con la habilidad del hijo cojo del guardabosques de la Artámila.
  Descartó Bahía Sur para el retiro y la meditación porque allí hay vírgenes al lado de los bungalows y frente al clic-clac de las pelotas de tenis de las pistas con gorriones enjaulados a las tres y diez, hora sugerida por José Emilio Pacheco para hacerse pájaros de costumbres. Le gustó además este sitio porque aún tiene mostacho el de la barra, los ojos color de aceituna rajada y la barbilla de huevo duro cocido, es decir, que le pareció un buen candidato a discípulo, y quizás consiga la catalogación definitiva de bar en Venta.




  Hay un porchecito con techumbre oblicua y ventanas de cristal ideal para la sobrasada en vinagre y los fumadores con mono de trabajo. Doblando la esquina, delante de un garaje enfoscado de grasa y adornado con pistones y cigüeñales de Tiranosaurus Rex, hay un rosario de luces que representa una meretriz como de cachivaches en la feria patronal. Por la mañana, está apagado. Por la noche, encendido. Se sospecha que Buda alguna vez ha asomado a ver las piernas torneadas y a desentumecer sus propios miembros así como hacía el prior del Rokuonji cuando iba de geishas por el barrio de Gion en la periferia de Kyoto. Haría falta la puntería de un francotirador en la defensa de Stalingrado, apostado en la clavícula opuesta o bien parapetado en la escotadura supraesternal del dinosaurio, para darle un susto en el momento de la letanía.





  Siempre que termino la sobrasada en vinagre o el aceite de radiador despido la mirada dulcemente torva y la mueca asqueada del discípulo de Buda con la rara culpabilidad de haberme metamorfoseado arreligioso.
  El segundo tramo de mi pedalear de nube es hasta un árbol de plata en la Casería de Ossío, bien recogidito de barcas y no lejos de un bosque con mierda de gato. Últimamente lo paso de largo para no estropear el recuerdo de la tostada catalana que me zampé allí.




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