domingo, 10 de noviembre de 2013

Venta La Liebre




  El silencio de la campiña es robusto y severo. Hay una pequeña terraza de mesas y asientos al exterior, mirando a la carretera, al cruce que anuncia San José del Valle a 15 km, Alcalá de los Gazules a 10 km y Paterna de la Rivera, de donde vengo, a 8 km.




  El salón interior amplísimo está vacío. Prefiguro liebres comiendo, servidas por liebres, cocinadas por liebres. Hay una foto de una liebre enmarcada, de lado, el ojo penetrante y cristalino inspeccionando al viajero; si no da su visto bueno, saltará del cuadro y le morderá el talón. Hay más fotos enmarcadas: familiares y amigos con los dueños; otra de un equipo de fútbol en blanco y negro (se llevaban los bigotes tupidos, el campo de tierra sin grada alrededor). El frontispicio es abigarrado, con bebidas arcaicas, pretorianas.




  Hay una radio de noticias locales sonando. Explica que pedaleando yo para acá no encontraba Alcalá de los Gazules por más que miraba a lo lejos detrás de la concatenación de cuestas y solapamiento de colinas; casi no había signos de humanidad y la errónea información de la dependienta de la gasolinera de Paterna de la Rivera me hacía ansiar su vista; a lo sumo crucé una central eléctrica donde el fontanero de turno hubiera podido asomar cabalgando un pony del oeste para librar a algún águila culebrera del peligro de electrocución. Mientras la incertidumbre calaba mi cansancio y no me decidía a girar en redondo admiré unos riscos de piedra empotrados en el campo yermo como asteroides caídos hace milenios o restos de molares que engendró la tierra. Uno, más a pie de carretera, estaba custodiado por innúmeros cuervos o pájaros semejantes (quizás liebres voladoras). Otro, a más distancia, parecía un monumento a los amantes o un túmulo fantástico (quizá sea lo mismo). Su solemne acorazamiento me hizo sentir ínfimo y perecedero.  Me recordó la peregrinación de Mizoguri cuando bordea el pico Yura-ga-take, lo que, sin bicicleta, sin carretera y sin venta la Liebre para avituallarse por el camino, ya tuvo mérito. Quizá desde su cima divisara el río Yura y su desembocadura en el ceniciento y agitado mar del Japón. De alguna manera yo también huía de la enervante belleza del Pabellón de Oro (comunidad, luz, agua, impuesto bienes inmuebles...)  para encontrar iluminación y clarividencia interior.





  Casi mejor desconectaran la radio.

  Los periódicos apilados en la esquina de la barra son de fechas atrasadas, no pueden ir al día. La equidistancia entre Paterna y Alcalá no ha resuelto este desfase, así que es imposible llegar a tiempo a la actuación de Pablo Carbonell en el Pelícano del día anterior. Entra luz por una ventana que da al campo amarillo con enebros dispersos; baja un carril de arena que se mete en los pocos labrantíos que rodean las tenues colinas. Hace esquina una chimenea sin uso, por tanto, impoluta e inhabilitada para quemar cartas de amor. Sobre la repisilla unas calabazas secas y huecas con insinuación fálica o de pitorro de botija propicia para un sediento.

  Desde aquí suspendo la tentativa de alcanzar Alcalá de los Gazules, regreso a Paterna. El silencio de regreso es menos silencio. El campo está preñado de risas y aplausos inaudibles por la certidumbre del hallazgo al final del serpenteo del asfalto. Las primeras casas apuntan a un paseo de viejos solazándose en sus bancos bajo ralos arbolitos. Decido no incendiar la gasolinera por la desinformación kilométrica hasta Alcalá de la dependienta, ya que es culpa mía no contrastar la información con alguna res de pasto o alguna liebre lanuda prehistórica.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si me hecho a un lado, podéis adelantarme por la izquierda.